domingo, 3 de junio de 2018

La visita de Aníbal y de la princesa Himilce




A la Diosa de la luna y a todas las mujeres que he conocido, diosas de la vida.

Las sacerdotisas bailaban una sorprendente danza en el santuario. Enlazadas sus manos, con los brazos separados del cuerpo y dirigidos hacia suelo. Cubiertas sus caras con un velo hasta la mitra y rozando refinadamente sus dedos.
No había nadie en las casas, que se hallaban en dirección al río, todos observaban la ceremonia en el cerro rodeado de murallas, que hacía que de fuerzas telúricas se llenara sus almas. Ya que no eran ajenos a que las sacerdotisas de la Diosa Tanit fundieran sus creencias con flujos arcaicos de antiguos rituales celebrados en el lugar desde tiempos remotos.
Era una ocasión muy especial,  esperaban a Aníbal, hijo de Almicar Barca, el que estaba destinado a ser el más grandioso de todos los generales de Cartago. Así como su joven esposa y la más hermosa de las mujeres, la princesa del pueblo ibérico de Castulo, Himilce.

La principal sacerdotisa tomaba en sus manos una pócima que había sido preparada con savia verde de la primavera y de una especie de amanita, que era considerada como sagrada si se recolectaba con las primeras luces del alba.
Bolmikas, heredero de una noble familia cartaginesa fiel a los Barca, caudillo de Oba, de cuerpo enjuto y ojos negros insondables, se acercaba sobrio hacia la pócima. Su esposa, Sicedunin, caminaba a su lado. Ella, de origen turdetano, pertenecía a esta extraña tierra cercana a las columnas de Melkart, en el sur de la rica Iberia. En  cada paso, con determinación,  pareciera que en su rostro circundara la pasión de ese momento.
Lentamente, con fruición, compartieron el contenido de la vasija entregada por la sacerdotisa. Sus cuerpos, intensamente unidos, cabalgaban sin pudor embriagados, que les llevaba a indagar los avatares del destino.
Bolmikas levantaba su mirada al cielo, allí encontraba a su venerado general, Aníbal, cuando era solamente un niño y prometía en el Templo de Melkart, delante de su padre, venganza contra Roma, que había infligido a Cartago una severa derrota.
Para pasar a ver al joven estratega, que destruiría una importante ciudad íbera, aliada de su enemigo. Porque Anibal era el mismo rayo que haría sobrecoger a los romanos. De hecho, su apellido, Barca, significaba rayo en su lengua. Vislumbraba que llevaría su numeroso ejército, a través de escarpadas montañas, y que llegaría a las mismas puertas de Roma, llenando de temor a sus habitantes.
Mientras tanto, Sicedunin, henchida en su trance, olvidaba la crueldad de quienes sometían a su pueblo para conquistar sus riquezas, fuesen por los cartagineses, de su amado Bolmika, ya fuesen las venideras que temía de la misma Roma. Veía la traición que sufriría Anibal, sin recibir dinero ni refuerzos de Cartago y su rostro se fue tornando en tristeza por su esposo.
Y cuando abrió sus  hermosos ojos lo hizo para buscar la mirada de su hija, Aretanin, que había heredado la misma determinación de su madre, ella conservaría el legado antiguo de esta tierra.  Las ofrenda debían de continuar, también los lazos de la Madre Tierra con la Diosa del Mar.
Como si despertar de un sueño se tratara, la resonancia cercana de la caballería de la guardia del general y su esposa, produjo gran agitación, acercándose todos a las murallas para poder ver la comitiva.
Extraído del siguiente link
Y fueron entrando en la fortificación, por delante de Aníbal cabalgaban cien jinetes libiosfenices, por detrás de su general otros tantos ilegetes, que eran fabulosos mercenarios íberos, así como númidas. Al final la infantería, con numerosos africanos, íberos, galos y ligures, cerrando el séquito, los baleáricos, sus famosísimos honderos.
Aníbal, portaba un casco de bronce decorado con figuras alada como cimera y cortaplumas, un ancho cinturón de material de cuero, con bordados en oro y fabuloso peto de un material resistente. Como espada llevaba una imponente falcata ibérica, que tenía una forma muy especial, enfundada en una vaina de cuero, colgada de un tahalí, ambos adornados también con hilos de oro.
Nada más desmonta, se acerca y abraza a Bolmika, que se encontraba colmado de alegría ante su amigo y general,  el destinado a devolver el prestigio y la gloria a su pueblo.
Mientras tanto a Sicedunin solamente le bastó cruzar sus miradas con Himilce para transmitir su inquietud. Y cuando sujetaron sus manos la una a la otra, el viento, extrañamente, cambio de dirección. Llevándose a un lugar recóndito parte de los recuerdos arcaicos que pertenecían a esta extraña y antigua tierra, ya que ambas deseaban, con ímpetu, que no fuesen olvidadas las esencias de sus divinidades en el tiempo.

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