En
una sociedad fronteriza, como la situada entre la nazarí y la cristiana de la
Edad Media, la presencia de cautivos en ambos lados era una de sus
características distintivas, así como la figura de los alfaqueques, buenos
conocedores de la frontera, que eran los mercaderes especializados en negociar
los rescates, de hecho eran quienes ponían en contacto a los
familiares de los cautivos con sus amos, por lo general si había dinero por
medio.
Ya
que no quedaba la menor duda que era un negocio lucrativo, que hacía que no
todos los cautivos fueran iguales, válido en un lado como el otro, había
quienes podían ser rescatados y había quienes podrían ser cautivos de por vida.
Por otra parte, Castilla y Granada, reconocían el derecho de los cautivos a
buscar la salvación en la huida, a veces, tan sólo algunos, sin encontraban
alguna ayuda de almas caritativas.
No
obstante, este es sólo el comienzo del relato, así que no sería apropiado
adelantar los acontecimientos, les animo a conocer la historias de unos jóvenes
cautivos en la frontera Nazarí-Cristiana, que un día tuvieron el valor de
emprender esa huida…
La
tierra de nadie era la franja de contacto que no pertenecía a uno u a otro reino,
sin embargo ese día Naima se encontraba a la orillas del río que rodea la
colina, donde se encontraba la fortaleza donde vivía, cuando fue apresada por
el Almocaden cristiano Arias Pérez, con doce almocadenes a su mando, que
prepararon una escaramuza en la zona cercana de su villa. Obtuvieron buenas
presas, además de Naima, dos pobres agricultores y un joven nazarí que había
salido, por primera vez sólo, a cazar con su arco.
Sus
dueños eran una familia de cristianos viejos, que tenía a su hijo Benito en
casa, un joven adolescente, la única persona que hablaba con dulzura a Naima. Juan, su hijo
mayor, había sido apresado por los nazaríes un año antes, lo que provocaba el
resentimiento hacia la cautiva de sus padres, a su vez, también estimulaba la
complicidad con Benito, que pensaba que si la trataba con ternura tal vez
hicieran lo mismo con su hermano Juan en territorio granadino.
Así
que Naima trabajaba en todas las tareas domésticas de la casa, recogía agua de
la fuente y si había ratos libres tenía que ayudar en el cuidado del huerto y
con el cuidado de los animales, sin descanso. Tan sólo cuando sus dueños se
descuidaban, era ayudada por Benito, que siempre la miraba con admiración y
asombro, tanto que comenzó a enseñarle el castellano viejo y a decirle cosas
que no sabía porque salía de dentro de él, mirándola fijamente:
-
Naima,
son tus ojos dos lunas llenas en el cielo…
-
Benito
eres tan joven como atrevido.
Le
contestaba Naima con una sonrisa, que hacia que Benito intentara bajar la cara
avergonzado, aunque se le hacía imposible no verse perdido en la sonrisa y en
los enormes ojos de su cautiva.
Por
la noche Naima dormía en una pequeña cuadra, que estaba muy cerca de la casa de
sus dueños, dejaba la ventana entreabierta, a pesar del frío, para perderse en
las estrellas y recordar los olores de su pueblo, a mirtos en otoño, a dulces
con miel y almendras en invierno, a flores en primavera y en las tarde noches
de verano a violeta y almizcle, con el pelo perfumado
con algalía y la uñas pintadas con alheña.
Esa
noche, sin embargo, iba de camino de ser otra maldita noche. El sonido del
cerrojo de puerta de la cuadra alertó a Naima, llegaba el señor de la casa a
saciar su apetito.
Una
vez sola, con la mirada fija en el firmamento y mancillada, Naima recordaba
cuando su madre, a la orilla del río que fue apresada y que tanto amaba, le
acariciaba dulcemente el pelo y le contaba leyendas antiguas de su pueblo, la
recordaba y lloraba y lloraba, como si inundar quisiera todas las estrellas
juntas, hasta que comenzaba a aparecer las primeras luces del alba.
Mientras
tanto, en el Torreón central de la fortaleza del lugar que tanto añoraba,
encerrado en su sótano, se encontraba los cautivos cristianos, el lugar más vigilado,
que impedía la posibilidad de fuga.
Juan
tampoco había podido detener ese río de lagrimas, apenas con el espacio justo para
dormir, abejorrado con hierros y cadenas en sus tobillos,
esperaba la primera llamada a la oración, antes de las luces del alba, para
volver a ver la luz del sol, aunque le esperase un duro trabajo, hasta la cuarta llamada a la oración, después
de la puesta del sol.
Así
que Juan, era un “asir” para los nazaríes, un prisionero de guerra, a pesar que
se alternaban los periodos de guerra y paz, siendo de mayor duración éstos
últimos, fue apresado cuando intervino en una razzia en el otoño de 1407, en la que un pequeño grupo de hombres,
actuando de forma rápida y efectiva, quemaban los campos, robaban ganado y
hacían prisioneros, con el propósito de debilitar al rival para que fuese más
vulnerable. Los nazaríes estaban alerta, esperando en ese día y cayeron en su
celada.
Poco
después de la primera llamada a la oración, los cautivos eran trasladados a la
restauración de la muralla oriental de la fortaleza, siempre vigilados por sus
guardianes y perros adiestrados. Siendo alimentados con una harina que no era
trigo, de mezcla de cereales de baja calidad, con la escasa cantidad de una
libra y media.
Juan
tenía un hilo de esperanza, representado en una pequeña nazaríe llamada
Badriya, que convencía a sus vigilantes para poder entregarle agua y comida que
traía de su propia casa. Tenía los ojos como la luna llena, henchidos de
ternura, que se colmaban de tristeza cuando hablaba de Naima, su hermana mayor,
cautiva de los cristianos.
Badriya
era hija del mejor carpintero de la villa, además tenía un don especial para
tensar el arco, arma favorita de los nazaríes. Unido a su dulzura, hacia que
los guardianes pasaran la vista por alto cuando se acercaba a Juan, que había
aprendido el árabe después de más de un año de cautiverio.
-
Juan,
¿tratarán bien a mi hermana Naima en tierra de cristianos?
-
Badriya,
los pájaros que vuelan a lo lejos, me dijeron esta mañana que pronto tu hermana
será libre
No hay comentarios:
Publicar un comentario