martes, 30 de octubre de 2018

La ofrenda a los manes silenciosos


En la noche de los muertos, los espíritus recorren los hogares con hambre y con sed, ¿puede alguien tan incauto olvidarse de alimentarlos para aplacar su voracidad? ¡Oh pobre de mí! Escribano que existo para avivar las antiguas creencias, sólo espero que el relato no te haga temer y te sientas perseguido por las almas errantes…


La ofrenda a los manes silenciosos.
Érase una antigua ciudad llamada Oba, donde  residía Aulus Publicius Lepidus, el más astuto en las finanzas, con fama de avaro, invirtió en un terreno cercano con unas plantaciones de cepas y cultivo de vid. Sus viñedos, arrebatados  de efluvios de dos océanos, en el extremo sur de la Bética, alcanzaron tal notoriedad, que sus caldos incluso fueron servidos en la misma Roma.
Esperaba la llegada de la noche para  hacer ofrendas a los espíritus silenciosos, llamados manes, purificando su hogar y sus antepasados muertos, así como las ánimas de todos aquellos a los que arruinó. De tal condición estaba hecho, que era el único día que dejaba la moderación, regalando un copioso banquete a los espíritus en el Lararium, sala dedicada a las ofrendas a dioses y manes.
Al día siguiente todos los manjares debían ser enterrados en honor a los difuntos. Para de nuevo volver a la tediosa frugalidad que reinaba en su domus.
Aunque Aulus andaba preocupado, más bien escamado o tal vez ambas cosas, tenía que cumplir sus obligaciones con los viejos ritos, pero su mujer, la joven y hermosa Nigra, tenía otros planes. Ella no era consciente que había que limitar el mundo terreno a los muertos, lleno de sombras que hieren con dagas afiladas.
Así, cada año, en la Lemuria nocturna, se repetía la misma ceremonia. Con las manos lavadas en una fuente pura libre de impureza, hacía que esa noche su domus quedara vacía y andando hacía atrás arrojaba unas habas negras hacia su espalda, hasta 9 y decía cada vez que lanzaba una de ellas: “Yo arrojo estas habas, con ellas me salvo yo y los míos”.
De nuevo estaba preparado para rogar por la salida de las sombras de su hogar, sus mejores vinos y los manjares, sus manos limpias y las habas negras. Aunque Nigra, no sin cierto desdén, tenía un plan preparado para burlar a su esposo junto a Mario, su joven y apasionado amante, que tendría unas asombrosas consecuencias como les iré relatando.
Así que Nigra, con su tersa y exótica piel de azabache, supo cautivar al joven esclavo Mario, que no temía ni siquiera los castigos de su amo. Y siguiendo las órdenes de la dueña de sus sueños ¡pobre infeliz!, se ocultó con un caldero de cobre y un mazo en la Cella penuaria (despensa). “Encima”, si ya de por sí el ingenuo se la jugaba ante las aterradoras sombras de los espíritus, estaba rodeado de vasijas de aceite y de vino. Más bien de muy buen vino.
Mientras se hacía eterna la larga espera, con toda su atención puesta en la llegada de su amo con las habas negras y las manos limpias, Nigra esperaba en el exterior, y Mario, incitando por el temor a los lémures y su curiosidad, comenzó a probar vasija a vasija, una tras otra.
Cuando era vino, el vino entraba en abundancia en su garganta. Cuando era aceite lo arrojaba con rapidez, en definitiva mientras más ebrio se encontraba, más cubierto de aceite estaba. De tal forma que con su estómago lleno, su diafragma comenzó a presionar sus pulmones y le sobrevino un enorme hipo que llegaban a retumbar en las paredes del habitáculo.
En esa situación entró en la casa su amo, Aulus. Y el desventurado Mario tenía que hacer un enorme esfuerzo para aguantar su hipo. Cuando Aulus comenzó a caminar hacia atrás y tira la primera haba, al pronunciar las frases: Yo arrojo estas habas, con ellas me salvo yo y los míos”. Al unísono Mario golpeaba con fuerza el caldero y no podía aguantar que con toda su alma saliera una enorme “hipada”.
El sudor corría por todo el cuerpo de Aulus, se estremecía pensando que este año era especialmente perversos los espíritus. Ante la segunda haba y pronunciaba la frase le llegaron a temblar las piernas. Y cuando hizo el intento de hacer el tercer lanzamiento, sin llegar a efectuarlo, como si a Mario le hubiesen informado las ánimas, dio un severo golpe al caldero y su hipo retumbó con bestial fuerza, Aulus corrió despavorido huyendo de su domus.
Oculta fuera, cuando vio alejarse a su señor, Nigra se dirigió al interior de su hogar en busca de su amante y del espléndido banquete que se había preparado para los espíritus. Fuese por los efectos del vino o por el aceite que cubría todo su cuerpo, que Mario al correr en búsqueda de su amante en dirección al Peristilum, resbaló con tan mala suerte, que su nuca se golpeó en los adornos de mármol del estanque. Quedando muerto al instante.
Si bien es cierto no era una cuestión de mala suerte, había sido un temerario atreviéndose a jugársela a las sombras escurridizas que cabalgan en esa noche. Por ello, colmada de tristeza, la joven Nigra buscó en sus estancias una mágica daga que hundió su pecho junto al cuerpo de Mario.
Aulus tras pasar buena parte de la noche corriendo como un alma errante, decidió desandar lo recorrido, aunque como estaba aterrado tuvo la suerte de encontrar las tres esclavas más hermosas que tenía, que le acompañaron hasta su hogar.
Cuando encontraron a los amantes muertos en el Peristilium fue consciente de lo ocurrido. Así que se fue bien acompañado hacia el Lararium donde se encontraba el excepcional banquete. Comprendió como había muchos manjares afrodisiacos, que habían sido elegidos por Nigra, como las manzanas, ostras, orquídeas, almendras o trufas.
Así que olvidando su frugalidad y avaricia, “el pobre”, se extasió de sus mejores vinos, de esos manjares afrodisiacos y de las bellas mujeres, hasta que su corazón no resistió el esfuerzo, eso sí, todo hay que decirlo, se lo llevaron las ánimas con una enorme sonrisa en sus labios.
Al finalizar la noche los espíritus se habían colmado con tres nuevas incorporaciones y con las primeras luces del alba fueron desapareciendo como una ligera sombra.

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