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“Por
tu admirable pasión y amor por la historia, va por ti Lorena”
En
el horizonte se dibujaban las columnas de Melkart, perfectamente definidas con
el poniente. Melek tenía la mano sobre el hombro de Amma, su hija, que admiraba
prendada el paisaje con sus grandes y hermosos ojos negros, le palpitaba con
fuerza su corazón, de la misma forma que le ocurrió a su madre la primera vez
que divisó las costas del Líbano.
Aunque
no es en este lugar ni el momento donde comienza esta historia. Melek tenía que
cumplir una promesa que había hecho a la única mujer que había amado en el
lecho de muerte. Era un fenicio, un marinero avezado que tenía el corazón roto
y ni siquiera calmaba su dolor ante la entrada a la puerta del mundo
desconocido, ya hacía tiempo que pensaba que este paso para su pueblo estaba
más cercano a alcanzar grandes riquezas que a descubrimientos sorprendentes.
Había
transcurrido un tiempo desde que el Oráculo de Tiro había vaticinado que sus
hijos fundarían una ciudad en los confines de la tierra. Donde debían erigir un
santuario dedicado a Melkart, el patrón de la ciudad fenicia, el dios marino,
agrícola y de las colonizaciones. Debía ser uno de los templos más famosos de
su tiempo, como un tributo a todos los que se internaban en el tenebroso mar de
los atlantes.
De
esa forma nacía Gadir, la colonia fenicia más antigua de occidente. Se había
convertido en todo un emporio fenicio, en dónde llevaban las hermosas tinturas
de púrpura, las resistentes maderas de cedros y abetos, ricos ajuares de marfil, de coral y ámbar y soberbios
abalorios. Para negociar con las abundantes cargas de metales de Tartessos. Tal abundancia había en plata y
tanta la avidez de los fenicios para obtenerla, que el viaje de retorno usaban
anclas con este metal para originar la máxima ganancia.
Melek
pertenecía a una antigua familia de armadores de Tiro, que controlaba buena
parte del emporio de Gadir, aunque no
tenía el alma de comerciante, rara avis para un tirio de pura cepa, si además
se tenía en cuenta sus raíces naturales. Sin embargo decidió dedicarse a
fabricar barcos para la ciudad.
No
cualesquiera, sino los mejores barcos de Tiro y los de mayor belleza. Con abetos
de Senir construía sus cascos; tomaba cedro del bosque de Tannourine para
construir sus palos y con roble de Basan fabricaba sus remos; las velas de lino
bordado de Egipto y vertidos de púrpuras de tinte que el mismo fabricaba y que
sólo él conocía el secreto, para esa codiciada textura y figuras en su velamen.
Aunque
antes le animaba la misma avaricia por las riquezas que a sus hermanos. Su vida
cambio cuando capitaneaba un grupo de embarcaciones rumbo a recoger metales de
Tartessos. Cerca de Calpe, en la bahía que formaba en el interior, anclaron su
flota en una antigua ciudad costera e
iniciaron una expedición hacia el interior para abrir nuevas rutas.
En
el camino, en una de las ciudades más insignes de la Turdetania, situada entre Tarsis
y “el Mar entre tierras”, no muy alejada de las columnas de Melkart donde se
hallaban sus naves, se encontraba la legendaria ciudad de Succubo. Ubicada en
la falda de un monte, abrazada por un río que se envolvía en una rica
vegetación.
Se
trataba de un lugar estratégico, de rutas de pasos, con una excelente
producción de vino, madera y ganado. Se situaba encima del cerro y, adaptado a
él, se fortificaba con una cerca jalonada de torreones rectangulares, al menos
en la ladera situada hacia el este en toda su extensión. Con dos bastiones
circulares, uno en su zona sur y en otro en la zona norte. En la ladera hacia
el oeste comunicaba con el conjunto de la población, amurallado, que se
derramaba los hogares hacia el río.
A su
llegada fueron recibido por Abida, quién detentaba mayor poder en la asamblea,
formada por los que ostentaban mayor erudición, junto con los que exhibían
mayores riquezas. Abida, de rostro serio y enjuto, lucía una poderosa falcata
de doble filo, para extrañeza de Melek, obrada
en hierro de calidad. Era evidente que era muy respetado.
Aunque
quién verdaderamente supuso un cambio profundo en su vida, fue su hija, Zehiar.
De pelo negro rizado y ojos negros profundos, desde el primer momento que sus
miradas se encontraron había nacido ese amor entre ambos que se rodea de lazos imperecederos.
Zehiar
también era muy respetada en Succubo, porque tenía poder sobre las serpientes.
Cuando en las pequeñas casas circulares de los campesinos los niños estaban
atemorizados porque rondaba la casa alguna gran serpiente, Zehiar sabía
atraerlas y rodeaban su cuerpo, para trasladarlas fuera de la población, a la
otra orilla del río, ya no regresaba jamás, aunque siempre retornaba a lugares
cercanos para volver a verla.
Melek,
que desde su infancia había conocido el culto a Astarte, diosa tutelar de Tiro,
admiraba con asombro. Astarte conocida como la Diosa de las serpientes, lo era
también del amor y de la fecundidad, que hacía que Zehiar le resultara, si
cabe, más atrayente.
En
un día que el cielo estaba diáfano desde lo más alto del Torreón del sur, desde
allí se contemplaba las columnas de Melkart y ella le dijo que quería llevarle
a un abrigo a medio día de camino de Succubo, en dirección noroeste, que se
podía observar su ubicación desde la misma fortaleza. Lugar que contaba con
reminiscencias mágicas desde tiempos arcaicos. Allí quería jurarle eterno amor.
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Melek
preparó una vasija con la tinturas fenicias, de la forma que su madre le enseñó.
En el abrigo quería mostrarle saberes antiguos de su pueblo de mar. Aunque nadie
conocía la receta exacta de sus tinturas, las leyendas decían que Melkart
paseaba a orillas del mar con su perro y éste se había teñido la nariz de rojo
intenso al oler un extraño molusco que se encontraba fuera del agua.
En
el abrigo consagraron su amor, en ese mismo lugar gestaron a Amma. Por ello en
su lecho de muerte Zehiar había hecho prometer a Melek que llevaría a Amma a
Succubo, donde realmente pertenecía, porque sin el vínculo de ella sus raíces y
su esencia quedarían perdidas. De la misma forma prometió que antes de retornar
visitaría con su hija el abrigo donde había nacido su amor por vez primera y
más intensa.
Así
que cuando Melek entró en Succubo prestaba atención de como Abida se encontraba
lleno de llanto hondo, también de alegría, al saber de la muerte de su hija y
conocer por vez primera a su nieta, era como abrazar a su hija de nuevo cuando era
pequeña.
Melek
partió hacia el abrigo, en el último trayecto que haría con Amma. Observaban
las pinturas en silencio sentados y abrazados delante de ellas. Su madre le
había contado tantas veces aquella historia. Como su padre dibujaba los saberes
antiguos de su pueblo. Los barcos eran la máxima expresión de los fenicios, su condición
vital, toda una cultura volcada al mar. Gracias a los conocimientos heredados
de “los Pueblos del Mar”.
Hacía
que en el silencio, abrazada a su padre, Amma sintiera dentro de su alma la voz de
su madre, narrándole las historias que en su día su padre le había contado a
ella en ese abrigo. Eran distintas embarcaciones y técnicas navales,
representando todo un escenario naval. Era todo un amor verdadero.
Cuando
asomaba el atardecer, en silencio, sin perder la vista el uno en el otro,
regresaron a Succubo llenos de tristeza, palpándose el amor profundo que se
profesaban el uno por el otro, era su último trayecto y ambos lo sabían, el
viento comenzaba a cambiar y les llegaba el olor del mar de su pueblo, que se
hundía en sus corazones como una herida que no se puede curar.
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