Doy
entrada en el Blog a un admirado escritor, Manolo Mata. Y es que sabe
hacerlo de una forma amena y original como nadie, despertando el
interés de todo lector que se acerca a sus relatos y queda cautivado
por ellos.
Muchas
gracias por tu colaboración
Su
primer relato en este Blog:
AUTOBIOGRAFÍA
“Somos
lo que son nuestros recuerdos, y cada uno de ellos, mejor o peor, te
hacen ser la persona que eres”
CAPÍTULO
I.-
Artemio
Lupiáñez ejerció como cajero titular de la sucursal del Banco
Español de Crédito en su ciudad natal durante más de veinte años.
En ese tiempo, nunca jamás llegó tarde al puesto de trabajo, nunca
jamás faltó un céntimo al cierre de caja, nunca jamás solicitó
la baja por enfermedad -salvo los cinco días que la gripe tipo A le
mantuvo con fiebre de 40º- y nunca jamás mantuvo desencuentro o
disputa con clientes y/o compañeros de trabajo.
CAPÍTULO
II.-
En
la jornada 27ª de la Liga Nacional de Fútbol, temporada 80-81, la
U.D. Las Palmas ganó en el Santiago Bernabéu, al Real Madrid por 0
a 1. Aquel gol de Guedes en el minuto noventa hizo que en la quiniela
de esa semana sólo hubiese un boleto acertante de catorce: El de
Artemio Lupiáñez. Total 42.586.378 pesetas de la época.
Al
día siguiente, lunes, Artemio llamó a la puerta del despacho del
director y, tras el “adelante”,
dio los buenos días a don Gervasio, colocó encima de la mesa el
resguardo premiado, comunicó, formalmente, que depositaba en la
entidad el total del premio, que dejaba de trabajar y que, a cambio,
imponía una única condición: Que su hijo Bartolomé, a punto de
cumplir dieciséis años, pasara a formar parte como botones de la
empresa.
¡Por
favor, don Artemio, faltaría más¡
respondió el jefe ofreciéndole la mano, un Farias, y una cortesía
y una expresión de admiración con la que Artemio nunca jamás antes
había sido tratado.
CAPÍTULO
III.-
Así
que una vez confeccionado, probado y ajustado, el traje gris marengo
de chaqueta tweed, camisa blanca de manga larga, corbata azul cobalto
de nudo y zapatos negros, Bartolomé inició su periplo profesional
portando documentos entre los diferentes negociados, clasificando
fichas por orden alfabético, distribuyendo el correo, abriendo la
puerta a los clientes preferentes, y yendo a por café, tabaco,
sellos, aspirinas, periódicos y lo que se terciara.
Cuando
no, sentado en su mesilla situada a la derecha del vestíbulo según
se entra, garabateaba folios en blanco como quien, ensimismado,
realizaba importantes tareas burocráticas. En realidad, lo que
hacía, a lo que se dedicaba en esa calma chicha que a veces se
producía durante la jornada laboral, era escribir. Escribir relatos.
Porque esa y no otra era su gran pasión. Casi la única razón que
le daba sentido a la vida.
Llegó el día en que,
venciendo la timidez y una autocrítica feroz, empezó a publicar en
revistas literarias, cuadernos culturales y prensa local.
Bartolomé
contaba con elegancia y astucia historias tan increíbles, tan
inverosímiles, que los demás, al leerlas, las tomaban por ciertas.
Textos
a los que las anécdotas y los personajes, pero, sobre todo, la
arquitectura y los puntos de vista con que las narraba, embaucaban de
tal modo, que más parecían relatos de vidas y acontecimientos
reales que otra cosa.
Y
es que, en literatura, es la forma la que enriquece o empobrece el
contenido, y la forma es más lograda cuanto más invisible es. Así
ocurría en sus escritos, en cada uno de los cuales el lector tenía
la seguridad de que ésta, y no otra, era la única manera de
describir personajes y situaciones para que resultaran genuinos con
la maestría propia de un cronista que se acerca o se aleja, se
exhibe o desaparece, para impregnar de misterio y humor aquello que
cuenta. “La
apariencia física de la ilusión”
concluía cuando era entrevistado cada vez por más medios
informativos y periodistas de prestigio.
CAPÍTULO
IV.-
Cierto
día descubrió el género literario que guiaría sus pasos por ese
proceloso mundo de la literatura, de los best seller y del
reconocimiento mediático: La biografía apócrifa.
Empezó
con Alicia, la chica encargada de gestionar los pagarés devueltos y
resolver las incidencias que este tipo de transacción financiera
conlleva. Sentada en la mesa de enfrente, con sus gafitas a lo John
Lennon, su pelo rubio ensortijado, su collar de cuentas de doble
vuelta, su jersey rojo borgoña de escote francés, y, sobre todo, la
impresionante minifalda que, un día sí y otro también, despertaban en Bartolomé extrañas sensaciones en su sistema hormonal, que más
que regular, alteraban, y de qué forma, las funciones de determinada
parte de su cuerpo.
Después
llegaron las biografías de don Gervasio, de Paco el interventor,
Luisito el gestor comercial, de don Prudencio el auditor, y así
hasta completar las vidas imaginadas de toda la plantilla.
Por fin -no tuvo más
remedio- se puso manos a la obra con la tarea pendiente que relegaba
una y otra vez cuando la conciencia, y el cansancio, reclamaban, y
exigían, finalizar la serie.
Sin
rendir cuentas a rey o señor, ante un paquete de cuartillas en
blanco y su vieja Olivetti, se montó, por libre, la autobiografía
que más le apeteció, vagando, a través de cuatrocientas páginas,
por los confines del mundo, del tiempo, de las quimeras oníricas y
de los paraísos perdidos.
Así,
dueño de su pasado y de su fantasía, viajó hasta el Siglo de Oro
para hacer las veces de copista de don Alonso Quijano, acompañó al
capitán Flint a bordo del Walrus hasta la isla del Tesoro, se sentó
en una mesa redonda con el Rey Arturo, cabalgó junto a Miguel
Strogoff por la tundra siberiana, e, incluso, asistió a las
tertulias que don Ramón María Valle Inclán, Segismundo Moret o
Laureano Figuerola mantenían en el Café Gijón hasta altas horas de
la madrugada.
Una gozada de vida para ser
contada, y de la que nadie conocía su existencia pues permanecía,
oculta, bajo siete llaves, en un desvencijado buró del trastero de
la oficina.
CAPÍTULO
V.-
Al
año siguiente el jurado del premio Planeta formado por Antonio
Prieto, José María Valverde y Ricardo Fernández de la Reguera,
concedía por unanimidad el preciado galardón a “El soñador
lúcido” una autobiografía presentada bajo el seudónimo de “El
botones sacarino”, y justo cuando en el salón regio del hotel
Princesa Sofía de Barcelona, el editor y mecenas del certamen José
Manuel Lara iba a hacer entrega al autor del cheque de doce millones
de pesetas, Bartolomé Lupiáñez abrió los ojos, salió de su
somnolencia, de su paramnesia reduplicativa, y observó, atónito, a
un palmo de su nariz, el rostro bello y sugerente, los ojos verdes y
acuosos, la boca carnosa y húmeda, de Alicia: “Bartolito,
cariño, son las tres y media, sólo quedamos en el banco tú y yo.
Acompáñame al trastero que vas a hacer un viaje -éste de verdad-
al País de las Maravillas que nunca jamás olvidarás. Y luego lo
cuentas”
Y
allá que se fueron.
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