miércoles, 24 de junio de 2020

Relatos de Manolo Mata: Autobiografía

Doy entrada en el Blog a un admirado escritor, Manolo Mata. Y es que sabe hacerlo de una forma amena y original como nadie, despertando el interés de todo lector que se acerca a sus relatos y queda cautivado por ellos.
Muchas gracias por tu colaboración


Su primer relato en este Blog:

AUTOBIOGRAFÍA

Somos lo que son nuestros recuerdos, y cada uno de ellos, mejor o peor, te hacen ser la persona que eres”
CAPÍTULO I.-
Artemio Lupiáñez ejerció como cajero titular de la sucursal del Banco Español de Crédito en su ciudad natal durante más de veinte años. En ese tiempo, nunca jamás llegó tarde al puesto de trabajo, nunca jamás faltó un céntimo al cierre de caja, nunca jamás solicitó la baja por enfermedad -salvo los cinco días que la gripe tipo A le mantuvo con fiebre de 40º- y nunca jamás mantuvo desencuentro o disputa con clientes y/o compañeros de trabajo.

CAPÍTULO II.-
En la jornada 27ª de la Liga Nacional de Fútbol, temporada 80-81, la U.D. Las Palmas ganó en el Santiago Bernabéu, al Real Madrid por 0 a 1. Aquel gol de Guedes en el minuto noventa hizo que en la quiniela de esa semana sólo hubiese un boleto acertante de catorce: El de Artemio Lupiáñez. Total 42.586.378 pesetas de la época.
Al día siguiente, lunes, Artemio llamó a la puerta del despacho del director y, tras el “adelante”, dio los buenos días a don Gervasio, colocó encima de la mesa el resguardo premiado, comunicó, formalmente, que depositaba en la entidad el total del premio, que dejaba de trabajar y que, a cambio, imponía una única condición: Que su hijo Bartolomé, a punto de cumplir dieciséis años, pasara a formar parte como botones de la empresa.
¡Por favor, don Artemio, faltaría más¡ respondió el jefe ofreciéndole la mano, un Farias, y una cortesía y una expresión de admiración con la que Artemio nunca jamás antes había sido tratado.
CAPÍTULO III.-
Así que una vez confeccionado, probado y ajustado, el traje gris marengo de chaqueta tweed, camisa blanca de manga larga, corbata azul cobalto de nudo y zapatos negros, Bartolomé inició su periplo profesional portando documentos entre los diferentes negociados, clasificando fichas por orden alfabético, distribuyendo el correo, abriendo la puerta a los clientes preferentes, y yendo a por café, tabaco, sellos, aspirinas, periódicos y lo que se terciara.
Cuando no, sentado en su mesilla situada a la derecha del vestíbulo según se entra, garabateaba folios en blanco como quien, ensimismado, realizaba importantes tareas burocráticas. En realidad, lo que hacía, a lo que se dedicaba en esa calma chicha que a veces se producía durante la jornada laboral, era escribir. Escribir relatos. Porque esa y no otra era su gran pasión. Casi la única razón que le daba sentido a la vida.
Llegó el día en que, venciendo la timidez y una autocrítica feroz, empezó a publicar en revistas literarias, cuadernos culturales y prensa local.
Bartolomé contaba con elegancia y astucia historias tan increíbles, tan inverosímiles, que los demás, al leerlas, las tomaban por ciertas. Textos a los que las anécdotas y los personajes, pero, sobre todo, la arquitectura y los puntos de vista con que las narraba, embaucaban de tal modo, que más parecían relatos de vidas y acontecimientos reales que otra cosa.
Y es que, en literatura, es la forma la que enriquece o empobrece el contenido, y la forma es más lograda cuanto más invisible es. Así ocurría en sus escritos, en cada uno de los cuales el lector tenía la seguridad de que ésta, y no otra, era la única manera de describir personajes y situaciones para que resultaran genuinos con la maestría propia de un cronista que se acerca o se aleja, se exhibe o desaparece, para impregnar de misterio y humor aquello que cuenta. “La apariencia física de la ilusión” concluía cuando era entrevistado cada vez por más medios informativos y periodistas de prestigio.
CAPÍTULO IV.-
Cierto día descubrió el género literario que guiaría sus pasos por ese proceloso mundo de la literatura, de los best seller y del reconocimiento mediático: La biografía apócrifa.
Empezó con Alicia, la chica encargada de gestionar los pagarés devueltos y resolver las incidencias que este tipo de transacción financiera conlleva. Sentada en la mesa de enfrente, con sus gafitas a lo John Lennon, su pelo rubio ensortijado, su collar de cuentas de doble vuelta, su jersey rojo borgoña de escote francés, y, sobre todo, la impresionante minifalda que, un día sí y otro también, despertaban en Bartolomé extrañas sensaciones en su sistema hormonal, que más que regular, alteraban, y de qué forma, las funciones de determinada parte de su cuerpo.
Después llegaron las biografías de don Gervasio, de Paco el interventor, Luisito el gestor comercial, de don Prudencio el auditor, y así hasta completar las vidas imaginadas de toda la plantilla.
Por fin -no tuvo más remedio- se puso manos a la obra con la tarea pendiente que relegaba una y otra vez cuando la conciencia, y el cansancio, reclamaban, y exigían, finalizar la serie.
Sin rendir cuentas a rey o señor, ante un paquete de cuartillas en blanco y su vieja Olivetti, se montó, por libre, la autobiografía que más le apeteció, vagando, a través de cuatrocientas páginas, por los confines del mundo, del tiempo, de las quimeras oníricas y de los paraísos perdidos.
Así, dueño de su pasado y de su fantasía, viajó hasta el Siglo de Oro para hacer las veces de copista de don Alonso Quijano, acompañó al capitán Flint a bordo del Walrus hasta la isla del Tesoro, se sentó en una mesa redonda con el Rey Arturo, cabalgó junto a Miguel Strogoff por la tundra siberiana, e, incluso, asistió a las tertulias que don Ramón María Valle Inclán, Segismundo Moret o Laureano Figuerola mantenían en el Café Gijón hasta altas horas de la madrugada.
Una gozada de vida para ser contada, y de la que nadie conocía su existencia pues permanecía, oculta, bajo siete llaves, en un desvencijado buró del trastero de la oficina.
CAPÍTULO V.-
Al año siguiente el jurado del premio Planeta formado por Antonio Prieto, José María Valverde y Ricardo Fernández de la Reguera, concedía por unanimidad el preciado galardón a “El soñador lúcido” una autobiografía presentada bajo el seudónimo de “El botones sacarino”, y justo cuando en el salón regio del hotel Princesa Sofía de Barcelona, el editor y mecenas del certamen José Manuel Lara iba a hacer entrega al autor del cheque de doce millones de pesetas, Bartolomé Lupiáñez abrió los ojos, salió de su somnolencia, de su paramnesia reduplicativa, y observó, atónito, a un palmo de su nariz, el rostro bello y sugerente, los ojos verdes y acuosos, la boca carnosa y húmeda, de Alicia: “Bartolito, cariño, son las tres y media, sólo quedamos en el banco tú y yo. Acompáñame al trastero que vas a hacer un viaje -éste de verdad- al País de las Maravillas que nunca jamás olvidarás. Y luego lo cuentas”
Y allá que se fueron.


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