Un nuevo relato de Manolo Mata, para disfrutar de su pluma interesante y entretenida
RELATOS DE MANOLO MATA EN EL BLOG
LA PRIMERA VEZ
La primera vez que estuve con una mujer fue un día de primavera de 2004 en Algeciras, y, ella, se parecía mucho a Ivonne Reyes.
CAPÍTULO I.-
Entonces vivíamos la familia al completo en la casa propiedad
de mis abuelos en calle La Palma, me faltaba un mes para cumplir los dieciocho,
había aprobado sin dificultad los dos cursos de Bachillerato en el Instituto
Hozgarganta, y estaba a la espera de la nota de Selectividad.
Mantenía con mi padre una pugna, respetuosa por ambas
partes, sobre mi futuro vital y profesional, pues él -los padres ya se sabe- quería
que estudiase para arquitecto (aprovecha el boom inmobiliario, hijo) pero mi sueño
era licenciarme en Latín y Griego. Finalmente, y por no dejar al lector con la
incertidumbre en este punto, diré, que, como hijo obsecuente que soy, llegamos
a una entente cordiale y estudié las dos carreras. A la vez.
Por aquella época yo era tímido e introvertido, tenía
un gran sentido del ridículo, y me costaba mucho comunicarme con los demás,
especialmente con las chicas, por culpa de una conciencia demasiado exigente e
inflexible que me hacía vivir en una angustia permanente. Angustia que, en consecuencia,
propiciaba una desaforada afición a la
buena mesa.
O sea, sí,
estaba un poquito gordo.
Así que, en mis
ratos de ocio, cuando no jugaba de portero suplente en el equipo de fútbol
local, me encerraba en la lectura, y,
venciendo el pudor, en la escritura.
Era autor de una sola obra: “El-Zahîr de Khimina”, que
releía y enmendaba una y otra vez, eliminando comas, añadiendo puntos, o
sustituyendo palabras por sus sinónimas. Con este relato participé en el
Certamen “Diego Bautista Prieto” aquel año que quedó desierto porque el ganador
no llegó a identificarse en el sobre que, obligatoriamente, debe adjuntarse a
la narración. Según comentó el portavoz del jurado sólo contenía una cuartilla con
una cruz griega dibujada en el centro a modo de firma o tarjeta de presentación….
y despedida.
“El-Zahîr de Khimina” contaba la historia de un
mozárabe que vivía solo en una humilde choza levantada sobre la ladera norte
del cerro llamado hoy de San Cristóbal a finales del siglo X.
Una época, en la que el esplendor y el dominio musulmán en
la península Ibérica se hallaban en su máximo apogeo pues hacía pocos años que Abderramán
III había proclamado la independencia de Córdoba, lo que supuso la ruptura,
incluida la obediencia religiosa, con los Califas de Bagdad. Tiempo después,
con la breve pero fructífera gobernanza de su hijo Al-Hakam II, convino un periodo
de paz que sirvió para que Al Andalus, y Córdoba en particular, conocieran un
espectacular desarrollo de las artes, la cultura, la arquitectura y el
bienestar de sus súbditos.
Al-Hakam murió
a la temprana edad de dieciséis años
sucediéndole su hijo His-ham II, todavía un niño por lo que el poder lo asumió
temporalmente su tutor Ibn Abi Amir, conocido más tarde por el sobrenombre
de Al-Mansur bi-llah, o sea, “El Victorioso por Allah”. O
sea, Almanzor.
Bien, pues El-Zahîr regentaba un puesto de frutas y
verduras en el mercadillo que los fines de semana instalaban, con permiso del
cadí, en el patio de armas del recinto amurallado de Khimina.
Como novedosa técnica de ventas, El-Zahir invitaba a
mujeres jóvenes y lozanas, con la
belleza aún en agraz, a probar la frescura de sus naranjas, troceando y ofreciendo
la dulce carnosidad del fruto a la tentadora boca de la clientela. Tras el
bocado, y medio en serio medio en broma, leía,
sobre la pulpa jugosa, los dientes aún marcados, el futuro que el Destino, o el
Azar, le tenía reservado a la moza en cuestión: “Tendrás una vida sana; tus
padres concertarán un buen matrimonio para ti; casarás con un hombre mayor que
tú; mejorarás de linaje social y económico; tendrás varios hijos; ejercerás de
madre abnegada y atenta; serás fértil hasta cerca de los cuarenta”. Acertaba en
el noventa y cinco por ciento de los casos.
Tal fue su fama de visionario, que el mismísimo Abu
Amir Muhammad Al Mansur, lo incorporó,
como augur, a su séquito, acompañándole y asesorándole desde entonces, en intrigas,
aceifas y batallas a lo largo de más de diez años, guerreando y arrasando
ciudades como Zamora, Simancas, Tarragona, el monasterio de San Millán de la
Cogolla, o la mismísima Compostela.
Antes de tomar una decisión, tras la salmodia del
muecín, el general visitaba la tienda de campaña de El Zahîr, y, a modo de
oráculo de Delfos, escuchaba, delante de una naranja partida en dos, el
vaticinio sobre cómo se iban a desarrollar los acontecimientos en los próximos
días.
Y no crean que
sus pronósticos se basaban en simples conjeturas o intuiciones basadas en una
supuesta clarividencia. No. Se fundamentaban en una serie de variables
cualitativas y cuantitativas -lo que hoy podríamos llamar análisis científico-:
cálculo de probabilidades, estadística inferencial, estudios demográficos y demoscópicos,
examen exhaustivo de información relevante, de escenarios, de datos, de correlación
y regresión, diagramas de dispersión… Una especie de “Big data” del siglo X.
Todo acabó durante la primera semana de julio de 1002
en los alrededores de un miserable villorrio llamado Calatañazor en la actual
provincia de Soria cuando, tras diseccionar una naranja sanguina, pávido ante
el zumo rojo que manaba, nuestro personaje aconsejó, fervientemente, a su, invicto hasta entonces caudillo, que
replegara fuerzas y no se enfrentara al poderoso ejército que la triple alianza
cristiana del conde Sancho-García de Castilla, Alfonso V de León y García-Sánchez
de Navarra, tenía acampado a poco más de cinco leguas. Que ya se presentaría
mejor ocasión.
Pero el hombre es capaz de perdonar todo, menos que le
digan la verdad.
¡Almanzor no
era Almanzor ¡ el ceño fruncido, los ojos
rojos por la ira, borbotones de espumarajos por la boca, un puñetazo sobre la
mesa -que le costó la fractura del dedo meñique de la mano derecha- y una
llamada a su guardia personal para que, de un naranjo amargo, colgaran al
insurrecto, acusado de sedición, cobardía, y, peor aún, de trabajar,
subrepticiamente, para el enemigo.
De esta forma, abrupta, trágica y lamentable,
finalizaba el relato.
CAPÍTULO II.-
Bueno, con la perspectiva de mi próxima marcha a la
Universidad de Granada, y dado que había que hacer sitio en el mueble-bar al
aparato de televisión, al karaoke de mi hermana, al ordenador que le regalamos
a mi padre por su cumpleaños, y a la Play Statión de mi hermano, mamá decidió
que había que deshacerse de los numerosos libros que, por armarios y anaqueles,
había esparcidos por toda la vivienda.
Los libros y las películas son sólo ilusiones, y una
vez leídos o vistas, no sirven más que para estorbar y coger polvo, dijo tras
una larga y encarnizada disputa matutina. Subida, a pesar de su edad, a una silla,
mirándome con cierta animadversión, fue retirando los libros de las estanterías
uno por uno y, a modo de ultimátum, me dio
la orden de venderlo todo, o en veinticuatro horas estaría todo en el
contenedor de papel y cartón que ARGISA tenía frente a mi casa.
CAPÍTULO III.-
Así que una luminosa mañana de sábado subí al tren de
cercanías que en cuarenta minutos nos dejaba en la terminal de Renfe de
Algeciras.
La ciudad, en
aquel tiempo, estaba regida por un alcalde de izquierdas, progre e intelectual,
que con notable expectación había organizado la I Muestra Internacional del
Libro Antiguo. En realidad era un mercadillo de libros usados y fuera de
catálogo, pero, que, al contar con algún vendedor invitado a gastos pagados de
Gibraltar y Tánger, le confería ese aire trascendente y cosmopolita que el promotor
perseguía.
Poco después del mediodía salí de la Estación
algecireña con el petate que mi padre usó durante la mili al hombro, cargado de
libros y enfilando la avenida Agustín Bálsamo camino de la Plaza Alta donde se celebraba
el evento.
El semáforo
situado en el cruce entre Juan Morrisón y General Castaños nos pilló a los
peatones en rojo. Tiempo de espera, que yo dediqué a mirar ora hacia las nubes,
ora hacía el suelo, hasta que observo con estupor, que una chica joven y morena, ligeramente maquillada,
media melena peinada con esmero, cuello adornado con una gargantilla de flores
de tela rosa entretejida con cuentas de malaquita, falda plisada del mismo
color, blusa con encajes de chantilly, botines negros, y que se parecía un montón
a Ivonne Reyes, abre, sin mi permiso, la cremallera del macuto y tras remover y
curiosear mis libros, saca “Madame
Bovary” proponiéndome besarme en los
labios -como sólo lo hacen las mujeres en
las despedidas para siempre- si
se lo regalaba.
Era ese tipo de
mujer dulce y sensual, eurítmica y descarada, de la que yo podía enamorarme en
un par de minutos -Saldrás ganando, Marlon Brando- sentenció. De manera que, cumplido el tiempo, cuando yo
ya estaba loca y absurdamente seducido, no sólo consentí en regalarle la novela
de Flaubert, sino que, mientras me ofrecía su boca, creyéndome en el jardín de
las delicias, también prometí regalarle una flor.
Como no disponía en aquel momento de claveles o rosas,
además de la novela sobre la vida de Emma Rouault, también le obsequié con “La
Plenitud de una vida” de Simone de Beauvoir, y un poemario de Neruda, “Veinte
poemas de amor y una canción desesperada”.
Pero a Ivonne Reyes más que la poesía lo que le gustaba era el dinero. Y
como yo seguía aferrado a sus labios y no había fuerza humana, ni divina, que
pudiera ser capaz de apartarme de ellos, tras un mordisco en mi labio inferior,
entrelazando sus muslos con los míos, me susurró al oído que, si yo quería, se
acostaba conmigo por una cantidad a acordar, más todos mis libros.
CAPÍTULO IV.-
Camino del hostal donde ella tenía reservada
habitación de forma permanente, me confesó que sólo llevaba seis meses
ejerciendo, y, que, aunque en las páginas de relax de “Europa Sur” venía
anunciada como Margot, en realidad se llamaba Asunción; que me hizo la oferta
porque desde pequeña le apasionaba la literatura y, que, ahora, mientras espera
que suene el móvil para prestar un servicio, le sobra tiempo para leer.
Me contó que
sus últimas lecturas habían sido los poemas de Mallarmé y “Oda Marítima” de
Fernando Pessoa escrita bajo el seudónimo de Álvaro de Campos; que era
licenciada en Filología Hispánica, y que, siempre, había sentido gran debilidad
por los hombres tímidos y frágiles. Como yo.
También afirmó -abrió un ejemplar del periódico para
que lo comprobara- que su tarifa no
bajaba de los trescientos euros. Y como, según ella, los libros no debían de
valer más de doscientos, no sólo tuve que hacerme cargo de los gastos de la
pensión, sino que me obligó, antes de subir, a pagarle la diferencia que, según
sus cálculos, había entre la tarifa
consignada en el diario y el coste de los libros en cuestión.
CAPITULO V.-
La recepción del Hotel Berlín -dos estrellas- se
limitaba a un sofá de escay, una mesa de
formica reciclada con varios periódicos comarcales de distribución gratuita
desperdigados sobre el tablero, un falso óleo colgado en la pared en el que
unos mastines atacaban ferozmente a un poderoso ciervo, y un mostrador de
madera blanda, color rojizo imitación a cedro, carcomido y astillado, situado
bajo la escalera de acceso al primer piso. Detrás, un tipo de origen magrebí,
cetrino y pelo blanco que raleaba en el cráneo, cara ancha y orejas grandes, con
algo esquivo, mezcla de doblez y cazurrería, en la mirada, sonrió paternalmente
a Margot al tiempo que le entregaba la llave de la
Cuando la puerta de la habitación 103 se cerró a
nuestras espaldas, el resto del mundo desapareció. Literalmente desapareció. Nada
tenía sentido salvo aquella cama de sábanas blancas y limpias con olor a
lavanda, donde la ternura y el amor, aunque fuese previo pago, encontraron
cobijo.
CAPÍTULO VI.-
Al atardecer, a esa hora en que los vencejos se
disputan los mejores sitios bajo la copa de los árboles, mi cabeza en su
regazo, sus manos deshaciendo los rizos de mi pelo, sentí una mezcla muy rara de felicidad y
extenuación, de desasosiego y lasitud. Una dicha imborrable que sólo se puede
sentir una vez. La primera vez.
Me duché, me vestí, me repeiné, y, aún desnuda,
recostada sobre unas sábanas con olor a lavanda y sudor, la besé en los labios a
modo de despedida.
-
¿Y ahora, qué vas a hacer? Preguntó.
-
Recordarte toda la vida. Respondí.
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