Las conveniencias
militares habían llevado a Castilla a intentar el dominio de las tres plazas
litorales del Estrecho: Tarifa, Algeciras y Gibraltar. La primera ya había sido
conquistada, la segunda había sido destruida y la tercera, Chabal Tarik, suponía
el último reducto de los granadinos en la primera mitad del Siglo XV como lugar
estratégico en la zona.
El buen Conde de Niebla,
don Enrique de Guzmán, había reunido a todos los efectivos militares en
Sanlúcar, con la decidida intención de conquistarla. El ejército reclutado
ascendía a 4000 caballeros y 3000 peones de las milicias de Córdoba, Écija,
Jerez y toda Andalucía.
El Conde embarcó con la
mayor parte de la infantería, que pasó por Cádiz, Conil, Vejer, Barbate y
Zahara para fondear en un lugar cercano al río Palmones, para desde allí
abordar el ataque a Gibraltar. Mientras su hijo, don Juan de Guzmán,
capitaneaba la expedición por tierra.
Entre tanto, en la
fortaleza de Xemina, nuestro aprendiz de caballero comenzaba a impacientarse
porque su tío no ordenaba su partida. La ocasión no tardaría en presentarse,
esa misma mañana una razzia granadina había atacado a las recuas que portaban
provisiones, aunque pudo ser protegida la carga, en su defensa habían dado
muerte a dos lanceros y heridos de gravedad a otros tres.
Los granadinos se batieron
en retirada y Saavedra encargó a los atalayas y escuchas incrementar el estado
de alerta, así como el de la guarnición. Era el momento de Ocaña, recibió la
orden que al día siguiente nada más amanecer tomaría el rumbo a Castellar,
acompañado de Luis.
En la misma mañana el
Alcaide quiso inspeccionar él mismo la partida de su sobrino y de su escudero.
Ocaña estaba tan ensimismado con los preparativos que ni siquiera se dio cuenta
que su tío estaba detrás de él observándole. Limpiaba escrupulosamente la
espada de su padre, tenía dos filos, anchos de hoja, con canales en el centro
hasta la punta de hierro, que estaba decorada con ornamentos. Los Canales con
forma de lobas en su contorno, por eso la llamaba su espada lobera. Que protegió
en una manta cuidadosamente.
En su cintura llevaba una
espada de mano, en una vaina recubierta de fino y bien labrado cuero con
hebilla. De igual manera un escudo alargado con abrazaderas. Del mismo modo una
lanza corta y fuerte de moharra, con daga fuerte y forma de hoja de olivo. Así
como todo el equipamiento militar: gambesón, una bruina con anillas
entrelazadas, lorigón con halda abierta, bafroneras para las piernas, guantes y
yelmo de chapa de hierro batido. Todo ello de su padre, que fue tapando y guardando
para subirlo a su caballo.
Su tío, Juan de Saavedra,
sabía que era un buen equipaje, lleno de ilusión, todo ello a la misma altura
de toda la experiencia que le faltaba. Con ese pensamiento se dirigió a dónde
encontraba Luis, que cargaba las provisiones en su caballo. Todo lo opuesto que
se puede ser al joven aprendiz.
Si teníamos en cuenta la
endémica falta de víveres para el abastecimiento de los puestos fronterizos
avanzados, ¿Cómo era posible acopiar tantos víveres? De inmediato ordenó que
llevase todo lo que había cargado, sal, tocino, pan, queso y vino, abundante
vino, hasta el almacén de la fortificación, provisiones que tendrían escondidas
y probablemente nunca había ocupado ese lugar. Y le dijo muy enfadado:
–Luis sólo te llevarás
provisiones para el trayecto hasta Castellar, media jornada, sin entretenerte
en el camino. ¿Has comprendido?
–A sus órdenes señor
Alcaide (respondió refunfuñando)
–Otra cosa, tienes que
compartir las provisiones que logres “apañarte” con el joven Ocaña.
Lo que demuestra que todos
los grandes hombres también cometen errores de cálculo. Luis, un enorme truhán,
aunque de gran corazón y fiel a su Alcaide a quién veneraba con sinceridad,
respetaría sus órdenes. Compartiría todas las provisiones que se “apañara” en
el camino con Ocaña, todas, hasta el vino.
De ese modo iniciaron la
partida, un joven e iluso aprendiz de caballero con su pícaro escudero. Nada
más se perdieron de vista de la fortaleza Luis se detuvo en un abrigo cercano
al río, allí también guardaba víveres y volvió a llenar el caballo, por
supuesto no faltaban pellejas de vino. Ocaña le expuso que esos víveres
deberían estar en la fortaleza de inmediato y Luis le espetó:
–¡Niño!, tu tío, D. Juan
de Saavedra, te ha dicho que me obedezcan si quieres ser un caballero, ¿Cómo te
crees que te puedes mover en esta frontera si poner algo por delante?
El joven Ocaña en ese
momento estaba dispuesto a contarle con todo detalle todo lo ocurrido con su
escudero a su tío, aunque esta aventura irían formando una amistad duradera. Así
que, ajustándose a un antiguo camino que nos llevaba desde Ronda al área del
Estrecho, tomaron como primer destino Castellar, a través de viejas veredas
rodeadas de frondosa vegetación.
Desde Xemina habían tomado
rumbo hacia el sur, Luis buen conocedor del terreno, a pesar de las precauciones
de su señor, conocía los mejores atajos, los caminos más despejados para evitar
emboscadas de las peligrosas razzias, así la posibilidad de abrir otros nuevos,
hasta llegar a la fortaleza de Castellar. Situada entre los ríos Guadarranque y
Hozgarganta, sobre un monte de piedra arenosa dura.
Cuando la divisaron,
cercada por fuertes murallas, Luis nada más entrar entregó las órdenes recibida
por su alcaide, Juan de Herrera, para que recibieran refugio hasta el siguiente
día que partiría nada más amanecer a su destino. Se encargó el mismo de
pregonar que su joven acompañante era el sobrino del alcaide.
Buscaba a un buen amigo
inseparable, nada más verle se abrazó, su nombre en ese momento Antonio López,
un conocido tornadizo que hacía las mismas funciones en Castellar que las
realizadas por Luis en Xemina. Tornadizo era el que abandonaba su religión y su
nación para pasarse a la adversaria. Así se daba tornadizos granadinos y
castellanos, temidos y también muy valorados por el gran conocimiento de las
costumbres de ambos bandos. De Antonio López se decía “siete veces fuera moro y otras tantas mal cristiano”.
El recinto amurallado
encerraba en alcázar, Antonio López vivía en una casa de madera adosada a la
muralla, con calles estrechas y empinadas y viviendas que se amontonaban unas a
otras por falta de espacio. El tornadizo sacó las pellejas de vino, en la casa
se encontraba su hija, una hermosa joven, llamada Elvira, de ojos negros
insondables que tenían inquieto al joven aprendiz.
Cuando comenzaron a
brindar con el vino Ocaña se había propuesto que no debía probarlo, la aventura
que le traía y su falta de costumbre le hacían mantener su postura entregada, su
honor, su firme dignidad, su decoro estaba en juego, por el otro estaba Luis,
que quería compartir el vino, de forma que paso lo inevitable, el joven Ocaña
se “jartó” de vino. Así que cada que trataba de oponerse, Luis le decía:
–¡Brindemos por la gran
gesta de Don Enrique de Guzman!, ¡Que solamente un granadino no ose brindar! (que
hacía que el joven Ocaña bebiera con vehemencia sin dudarlo)
Por la mañana siguiente, aún
con los ojos cerrados, pareciera que a Ocaña le fuera a estallar la cabeza. Cuando
abrió los ojos, estaba desnudo, a su lado Elvira, su pelo azabache enredado, su
olor a ternura, su cuerpo joven y afrutado hizo que el joven volviera a quedar
embriagado… hasta que se dio cuenta de la situación. Vistiéndose a toda
velocidad salió más rápido del lugar que un virote de una ballesta, que provocó
la sonrisa de Elvira.
En las cuadras le esperaba
Luis, con todo preparado para el viaje para partir de inmediato. El joven no
sabía cómo agradecérselo, creía que el viejo tornadizo tomaría su venganza. Luis,
que sabía más que el hambre, trataba de cuidarlo de rápido enlace matrimonial,
puesto que el sobrino de un frontero tan importante como Juan de Herrera era
muy buen partido y esos tiempos, en esa frontera eran tiempos de exacerbado
pragmatismo.
En el camino hacia el río
Palmones, entre la resaca y el recuerdo del cuerpo desnudo y los hermosos ojos
de la muchacha tenían ensimismado a Ocaña, Luis sabía que tendría que acompañar
de nuevo a su joven aprendiz a Castellar, en más de una aventura, había
conocido el amor, que provocó la sonrisa de Luis.
Las carcajadas de Luis y
el mar que comenzaron a avistar en el horizonte, le despertaron, se presentaba
la oportunidad de mostrar su valía, llegaba su momento. Mientras su escudero, dejó
de sonreír, el olor a mar le hizo jurar que mantendría con vida al joven, al
que comenzaba a tomarle cariño.
EL APRENDIZ DE CABALLERO III
EL APRENDIZ DE CABALLERO III
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