De cómo el azar puede salvar una vida
Pasé cerca, casi sin
advertir su presencia. Pero allí estaba. Boca arriba, pataleando como un
desesperado, intentándolo una y otra vez siempre con el mismo resultado: la
angustia y la frustración de no poner remedio a su comprometida situación.
Y no era para menos:
en medio de la carretera, tras una curva cerrada, con la posibilidad cierta de
que el próximo vehículo lo atropellase.
Yo iba, como siempre,
despistado y pensativo. De pronto, un ramalazo de lucidez, me hizo volver sobre
mis pasos. Allí estaba, en la soledad más absoluta. Sin gritos ni lamentos.
Sólo las agitaciones convulsas de su cuerpo, el espanto en la mirada, y una
boca abierta que reflejaban la inutilidad de tanto esfuerzo.
Sólo el instinto le
hizo aferrarse a la última oportunidad que el azar le ofrecía. O sea yo.
No fue fácil ni
sencillo, aunque tampoco imposible. Un suave toque con la puntera de mi zapato
le hizo volver a su posición natural.
Cumplida mi buena
acción del día, seguí camino de casa, mientras el escarabajo, renqueante y
agotado, buscaba feliz su madriguera entre las margaritas que ya florecían.
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