Esa tarde ella estaba sola en su hogar, su marido estaba con los amigos de copas. Así que cuando él fue a visitarla, con voz vehemente le insistió a que se quedara tan solo un rato. Le ofreció esa infusión de maca que tanto le gustaba, con unas pastitas caseras recubiertas de canela, que había preparado con mucho amor esa misma mañana, por sí...
Con tanta mala suerte, que en el primer sorbo,
derramó en su camisa unas gotas de la infusión. Ella no tuvo más remedio, con
mucha delicadeza, que pasarle una servilleta mojada para que no dejara tacha alguna.
Los labios estaban tan cerca, que cuando hizo la
intención de apartarse, ligeramente desconcertado, sin querer su pecho se
acercó y rozó sus pechos... ¡Ay que suspiro dejaron escapar los dos!
Ella, de forma involuntaria, deseaba tanto que en ese
momento él abrazara con ímpetu su cuerpo, como nunca lo habría hecho ni a su
propia mujer. Él pensaba ¡Nena cómo haces latir con esa candencia mi corazón!
Y todos los caminos llevaban a su alcoba, mientras
de los besos profundos sentían sus lenguas saborear, dejaba torpemente un rastro
de sus ropas descuidas hasta el camino de habitación.
¡Vamos chico rompe mi ropa interior! ¡Nena cuánto
deseaba humedecer tu miel! Y esa tarde quedaron exhaustos. Cuando llegó el
último beso, sonrisas en sus labios, lentamente él fue recogiendo su ropa
desperdigada.
Y se marchó... ya en el atardece se perdía los
últimos rayos de luz. El viento de poniente en su rostro, sin volver la vista
atrás, aún sentía en sus labios el roce de su piel. Ella, en su hogar, casi
desnuda, cubierta tan solo con las sábanas que antes habían acariciado ambos
cuerpos, se devoraba porque se hallaban embebidos de su esencia.
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