AQUELLA TARDE EN EL PARQUE
El despertador no paraba
de sonar, Antonio aunque en un principio estuviese perezoso, acabó levantándose
con la misma energía de cada día. Con su taza de leche en el microondas,
preparaba su rebanada de pan en el tostador, mientras recordaba como Ángeles,
su madre, le había repetido tantas veces que lo dejara apagado: “Antonio tienes que dejar el botón así...”
Vivía en un piso pequeño, a Ángeles le costaba tanto asumir que quisiera volar, lo había pasado tan mal en el colegio de pequeño, era tan especial y no podía entenderlo, siempre era tan bueno y tan cariñoso.
Había obtenido una plaza
de ordenanza para personas con discapacidad intelectual. Trabajaba en el
instituto de secundaria de su pequeña ciudad. Le hacía sentirse útil, aunque su
logro era aún mayor, porque se había ganado el puesto con mucho esfuerzo y
dedicación. Y es que no había nadie como él de rápido organizando la
fotocopiadora. Indicaba el camino a los despachos al nuevo profesorado, antes siquiera
que le preguntaran, y se había ganado el aprecio y respeto de toda la comunidad
educativa, sobretodo del alumnado.
Tras la faena, cada
tarde, en el parque cercano, se
sentaba en un banco que le dejaba una buena vista y preparaba cuidadosamente un
paquete de pipas, con un cartucho de papel para recoger las cáscaras y se
entretenía con cualquier pájaro que cantara en el parque.
Aunque hacía unos días
que no eran pajaritos lo que llamaban su atención, había una chica que le hacía
suspirar, trabajaba en un taller de jardinería. Antonio no podía evitar mirarla
con recato, no quería perder ni uno solo de sus movimientos. ¡Ay Cupido de mí!,
me brotaban las palabras de forma desenvuelta al observarlo: “Qué bonito es el amor...”
María vivía en un piso
tutelado, con Paula y Luisa, no solo se habían convertido en amigas
inseparables, sino que había logrado sentirse libres e importantes. A Paula le
gustaba cocinar, para Luisa era vital que el aseo estuviera siempre
“requetelimpio”, como le decía su hermana mayor y María... María siempre tenía
una gran sonrisa que llenaba de luz el hogar.
María se sentía un poco
cansada de su empleo, trabajaba en la cafetería de un Centro Especial de Empleo
en una localidad cercana. Sobre todo era insoportable la hora del desayuno, sin
embargo su compañera Paula, que trabajaba con ella, lo disfrutaba con fruición.
La trabajadora social,
sensible y de mucho corazón, fue a visitarla al piso y le ofreció un curso de
Jardinería disponible. De esa forma, cada tarde, se sentía feliz con esa nueva
faena. En ese momento recortaba un seto con delicadeza, pensaba que algún día
le gustaría innovar y recortar construyendo figuras de animales.
Antonio se estremecía en
cada uno de sus movimientos con las tijeras, le pareciera que era un baile
hacia el amor. Y en ese momento nadie como yo, así que me dispuse a tensar mi
arco con una flecha pulverizada como mi irresistible pócima. Cuando María
sintió el silbido del dardo de amor levantó la cabeza del seto de forma
imprevista y se encontró con su mirada intensamente clavada en ella.
Él, todo hay que
decirlo, perdió el control, se le cayeron las pipas, se le cayeron las cáscaras
y se puso a recogerlas avergonzado, cuando levantó la cabeza se encontró que
ella lo miraba fijamente con su sonrisa tan cálida. Antonio sentía que le dolía
hasta el pecho por las ganas de sentir esa sonrisa a su lado.
A partir de ese momento,
cada tarde, se acercaba al parque para observar a María. Sin embargo algo había
cambiado, porque ella le devolvía sonrisas llenas de luz y de complicidad a sus
miradas.
Hasta que un día ella se
acercó y le dijo “tranquilo que no se te
caía las pipas”, al advertir sus nervios. Hicieron las presentaciones y le
dijo que era la última tarde que estaría en el taller. Él no pudo evitar
mostrar su tristeza, que duro bien poco, porque ella le propuso quedar el día
siguiente en el mismo lugar y la misma hora para pasear. Se habían prometido
mutuamente que ella traería una rosa blanca y él un clavel rojo.
Antonio esperaba alterado,
había llegado antes de tiempo, de tal forma, que acabó por descolocarse los
cuellos de su camisa, dejando el clavel rojo mal plantado en el bolsillo de la
misma camisa y hasta se había despeinado en la tensa espera, mira que se
entretuvo con parsimonia para quedará “guapísimo” con la ayuda de Ángeles...
¡Qué hombre, diría su madre!
María se había puesto
muy guapa, con la colaboración de Paula y Luisa, con un vestido rosa, con la
rosa blanca prendida en su cabello. Antonio se levantó para recibirla, ella,
con soltura, arregló el desaguisado, colocando bien la camisa, el clavel y
zarandeando su pelo y acercó sus labios a los suyos...
Y de la mano caminaron
juntos en su primera cita. Más adelante, cuando comenzaron a vivir juntos, el
seguía mirándola sin perder ni un solo ápice de sus movimientos y ella no
dejaba de premiarlo con su cálida sonrisa.
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